Estamos acostumbrados a considerar el genoma humano como una secuencia lineal de letras (los nucleótidos) que forman un libro (la molécula de ADN) y codifican por toda la información que determina la apariencia y las funciones de nuestro cuerpo.
Por ejemplo, combinaciones adecuadas de nucleótidos forman los genes, que tienen la información para producir las diferentes proteínas, que representan los bloques de construcción de las células (pensamos por ejemplo en fibras de colágeno o queratina capilar) y a la vez la maquinaria para realizar las diferentes funciones dentro de la célula. Otras secuencias de ADN representan, en cambio, instrucciones para el montaje o la regulación de las actividades celulares.
Aun así, del mismo modo que todos los libros que conocemos están escritos en papel o soporte digital, nuestro ADN también necesita de un sporte material para ser leído e interpretado correctamente por la célula.
El estudio y el conocimiento de la estructura de este soporte material es tan importante como conocer el contenido de la secuencia misma. Pensáis, por ejemplo, en preparar vuestro plato preferido, abrir el libro de recetas y descubrir que la página que estabais buscando ha sido arrancada o se ha quedado enganchada en la siguiente. El resultado equivale a no tener el texto de la receta, o sea, no lo podréis leer ni, al final, disfrutar de vuestro plato preferido.
Del mismo modo, en el núcleo celular, el genoma se organiza en estructuras muy complejas (cromosomas) y su forma en el espacio es fundamental porque nuestra célula pueda leer todas las instrucciones necesarias para su correcto funcionamiento. De hecho, en los casos en que la estructura de los cromosomas está dañada, las células pueden llegar a funcionar de forma incorrecta y contribuir a enfermedades a menudo fatales como por ejemplo varios tipos de cáncer o trastornos del desarrollo.